Nunca pensé que escribiría algo así. Pero hay heridas que uno no puede ignorar.
Hace algunos años tuve el privilegio de colaborar en un proyecto de restauración femenina. Entrar en ese espacio fue, para mí, como pisar tierra desconocida, fuera de mi zona de confort. Escuché historias de mujeres que habían sido heridas profundamente por palabras, acciones, por abandono, por silencios, por exigencias imposibles, de adultas, y también de niñas. Y aunque en algunas el dolor era palpable, también lo era la belleza de un corazón que, a pesar de todo, seguía buscando amar y ser amado.
Fue un tiempo extraño (quizás porque me sentía en tierra diferente y desconocida) que marcó mi vida. Comprendí que, como hombre, no soy ajeno a ese dolor. Muchos como yo lo han causado. Pero también supe algo más: los hombres también podemos ser parte de su sanación. No desde la teoría, ni desde la superioridad, sino desde la humildad, el respeto y el deseo genuino de restaurar lo que otros han dañado. Esta carta nace recordando desde ahí.
La herida y la mentira
Vivimos en tiempos donde la mujer está bajo fuego cruzado. La cultura, los sistemas y hasta algunas ideologías han tergiversado su esencia. Se le grita desde todos los frentes que no es suficiente: ni si es madre, ni si no lo es; ni si trabaja, ni si se queda en casa; ni si se expresa, ni si calla. Se le bombardea con mentiras sobre su cuerpo, su valor, su libertad, su rol, su fe.
Muchos hombres han sido parte del daño. Algunos con abuso, otros con indiferencia. Pero también está el sistema que empuja, las voces que confunden, y el ruido que intenta apagar la verdad más profunda:
Mujer, fuiste creada con un diseño eterno. Tu esencia es un reflejo del corazón de Dios.
Carta abierta: «A ti, mujer…»
A ti, mujer, que caminas en medio del ruido, quiero hablarte al corazón.
Tú que cargas preguntas, que te debates entre lo que sientes y lo que el mundo espera de ti. Tú que has escuchado tantas voces, y a veces no sabes cuál creer. Quiero que sepas: Dios nunca se ha olvidado de ti. Él ha estado ahí, incluso en los silencios que dolieron.
Eres portadora de vida. Y eso va mucho más allá de la biología. Das vida con tu mirada, con tus palabras, con tus manos, con tu consuelo, con tu presencia. Tu feminidad no es una carga, es una corona. Fue puesta sobre ti por Aquel que te diseñó con intención, con ternura y con poder.
Tu valor no depende de tu apariencia ni de tus logros. No necesitas imitar ni competir para ser digna. Tu dignidad te fue dada desde antes que el mundo te nombrara. Fuiste creada para reflejar el corazón de Dios: en tu sensibilidad, en tu fuerza, en tu capacidad de cuidar y de guiar, de escuchar y de edificar.
No estás sola. Aunque el camino haya sido duro, aunque hayas sido traicionada, usada o hasta descartada, hay un Padre que te ve, que te llama por tu nombre, y que quiere restaurar cada parte de ti. Tu historia no está rota sin redención. Hay sanidad para ti. Hay nuevo comienzo.
Tu capacidad de cuidar, levantar y sembrar va más allá de títulos y etiquetas. Tu maternidad no empieza ni termina en la biología. No temas ser madre. No temas no serlo. Tu maternidad, sea biológica o espiritual, es un llamado sagrado, no una carga impuesta. Cada semilla de amor que siembras florece en la eternidad.
Y porque hay verdades que merecen ser recordadas palabra por palabra, quiero dejarte esto:
Manifiesto para la Mujer según Dios
Mujer, escucha con el corazón, porque esta verdad es eterna y fue escrita para ti:
Fuiste pensada, creada y amada desde antes de la fundación del mundo. No eres un accidente, ni una idea de la cultura, ni una pieza reemplazable en un sistema que cambia con los tiempos. Eres obra maestra de Dios.
«Te formé en el vientre de tu madre. Te entretejí con cuidado y amor. Eres maravillosamente hecha.» (Salmo 139:13-14)
Tu feminidad es un regalo, no una carga. En ti reside la capacidad de dar vida física, emocional y espiritual. Eres reflejo de la ternura, la fuerza, la belleza y la sabiduría de tu Creador.
«Creé al ser humano a Mi imagen; varón y hembra los creé.» (Génesis 1:27)
No estás llamada a imitar a nadie ni a pelear por tu dignidad: ya la tienes. No necesitas compararte ni ajustarte a moldes ajenos: ya eres suficiente. No estás sola en tu camino: Yo estoy contigo.
«A mis ojos eres de gran estima, eres honorable, y Yo te amo.» (Isaías 43:4)
Tu maternidad es una corona, no una carga. Cada semilla de amor que siembras florece en eternidad.
«Más son los hijos de la desolada que los de la casada, dice el Señor.» (Isaías 54:1)
Recuerda: tu verdadera libertad no está en negar quién eres, sino en abrazarlo con gozo y dignidad.
«Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.» (Juan 8:32)
En un mundo que quiere redefinir tu valor, tu esencia y tu misión, Dios te llama a levantar la cabeza y caminar como hija del Rey.
«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.» (Gálatas 3:26)
Un propósito, y un llamado a hombres y mujeres
A ti, mujer: levanta tu rostro. No estás hecha para vivir aplastada por expectativas ni ideologías. Eres hija. Eres libre. Eres amada. Abrazar tu diseño no es retroceder: es redescubrir el gozo de ser quien fuiste creada para ser.
A ti, hombre, si tienes el coraje de leer esto hasta el final: no fuiste creado para dominar ni competir. Fuiste creado para amar, servir, y proteger con nobleza. Es tiempo de despertar, de pedir perdón, de levantar lo que otros han derribado. Un gigante de verdad no necesita imponerse: su fuerza está en su honra.
Porque hay un corazón femenino que necesita ser sanado, y también hay hombres que están listos para ser parte de esa restauración.
Y yo decido ser uno de ellos.
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